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Durante medio siglo largo, los servicios de seguridad del Estado francés vigilaron, espiaron y controlaron discretamente la vida y la obra de Pablo Picasso, sospechoso de «amistades peligrosas», «anarquismo subversivo», «compañero de viaje de los comunistas», «refugiado peligroso», entre otros motivos de «inquietud policial».
El Museo de la Historia de la inmigración presentó la pasada semana una exposición, ‘Picasso, l’étranger’ (Picasso, el extranjero), intentando reconstruir esa historia y su influencia en la obra del genio malagueño, universal.
Annie Cohen-Solal, historiadora y crítica de arte, ha comisariado una exposición que reagrupa, por vez primera, en bastante medida, materiales no siempre conocidos sobre las facetas más «oscuras» de la vida de Picasso, a juicio de los servicios secretos franceses.
Picasso se instaló en París hacia 1900 / 1901, tras intentar triunfar con poco éxito en Barcelona y Madrid. Seis o siete años más tarde, comienzan los primeros tropiezos del genio con la Policía parisina.
El mes de marzo de 1907 estalló un legendario escándalo: el robo de bustos ibéricos en el sacrosanto Museo del Louvre. Un estafador belga, amigo de Picasso y Guillaume Apollinaire, orquestó, planificó e intentó hacer fructificar el robo de varios escultura iberas, de equívoca autoría. Se supone que Picasso guardó temporalmente esas obras robadas en un armario de uno de sus primeros domicilios, en el Montmartre de principios del siglo XX.
Todos los historiadores del arte han subrayado la importancia de las esculturas iberas, griegas y africanas en el nacimiento del cubismo. Los historiadores de la delincuencia no pueden olvidar que Picasso estuvo directa o indirectamente en un robo espectacular en el primero de los museos nacionales de Francia.
Fichado por vez primera en 1907, Picasso, sus idas y venidas, intrigaron durante varias décadas a los servicios de seguridad.
El primer Picasso parisino tenía amistades entre artísticas y libertarias. Amistades peligrosas, a juicio de la Policía, donde era clasificado como amigo y cómplice eventual de las actividades más que sospechosas de personajes del mundo del «anarquismo subversivo».
Entre 1920 y 1940, Picasso comenzó a instalarse en el podio majestuoso de los grandes gigantes que cambian la historia del arte de nuestra civilización. Detalle que no tranquiliza complemente a los servicios de seguridad.
Picasso siguió siendo un refugiado, sometido a todo tipo de controles. Las simpatías picassianas por las izquierdas españolas no eran motivo de tranquilidad. Durante los años 20 y 30 del siglo XX, sus relaciones muy amistosas con los grandes maestros del surrealismo, partidarios de una «revolución total», lo convertían en un sospechoso a seguir muy de cerca. Tras el bombardeo nazi de Guernica (1937), la realización de la obra del mismo título convirtió su estudio en cenáculo visitado por personajes políticamente «peligrosos».
Con la entrada de las tropas nazis en París, en 1940, Picasso, decide «normalizar» su situación administrativa. Con un éxito relativo. Pudo vivir una ocupación relativamente tranquila, en contacto con una cierta elite alemana.
Tras la liberación de Francia (1945), el genio malagueño comenzó a ser una suerte de compañero de viaje del PCF, durante unos años. Otro motivo de sospechas políticas y policiales. Considerado definitivamente como un genio universal, Francia terminó «liberando» a Picasso de las más oscuras sospechas policiales. Su amistad con André Malraux, ministro de la Cultura del general de Gaulle, lo convirtió poco menos que en francés de pura cepa. Los grandes museos parisinos comenzaron a organizarle homenajes. Quedaba la oscura leyenda de un extranjero, un inmigrante sospechoso a amistades peligrosas, durante varias décadas, las mismas que cambiaron el rumbo de la historia del arte.
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