Con una conversación de seis horas en un bar, entre dos amigas, Lucía y Clara, la escritora Sylvia Iparraguirre reconstruye en la novela “Antes que desaparezca” el rompecabezas de una historia ficcional marcada por datos autobiográficos que narran la llegada de la protagonista a Buenos Aires, la relación con las monjas del pensionado y el mundo intelectual de los 60 y 70 con “personajes a contrapelo de la ideología oficial”.
La novela publicada por Alfaguara concluye con la trilogía que empezó con “El muchacho de los senos de goma” y siguió con “La orfandad”. Iparraguirre, nacida en Junín en 1947, tituló a este tríptico “Historia argentina” porque “transcurren en tres décadas claves de nuestro país”: la de los 20/30 (“La orfandad”), la de los 90 (“El muchacho…”) y, por último, la de los 60/70, ésta.
La publicación empezó por el final, por “El muchacho…”. La intención de la autora fue que cada una se leyera con total autonomía de las otras. Esquemáticamente: los años 90 cuentan de un chico, Cristóbal, Cris, fanático de los Redondos, que se va de la casa la noche que cumple 17 años, en plena época de Menem y el “todo por dos pesos” con lo que tratará de sobrevivir viviendo solo. Su madre, Aurora, no le ha querido hablar de sus abuelos y de su padre. Al final de la novela, el chico se toma un bus y se va a San Alfonso, pueblo chico, en busca de sus abuelos y de su historia.
Los años 20/30, cuentan una historia de amor: un anarquista, Cristóbal Pissano, mandado a prisión en un pueblo perdido de provincia, San Alfonso, en el que conoce a una chica, Sonia, que creció en un orfelinato, se casan, tienen una hija: Aurora. Al final de la novela, el bus que trae a Cris desde la otra novela entra en el pueblo.
En “Antes que desaparezca”, Aurora Pissano es una de las chicas compañeras de pensionado donde vive la narradora. “Son personajes a contrapelo de la ideología oficial; son historias que se enlazan, como en sordina, en medio del ruido y furor de cada época. Al menos, eso es lo que intenté hacer”, destaca la novelista.
-Télam: ¿Cómo se transforma el material autobiográfico en ficción en “Antes que desaparezca”?
-Sylvia Iparraguirre: La “materia” de la novela es autobiográfica. A los dieciocho años yo viene a estudiar a Buenos Aires y viví en un pensionado de monjas, fui a Filosofía y Letras, tenía un novio, sufrí, como todos, la violencia política en la facultad, descubrí Buenos Aires y otras muchas cosas más. Pero eso es la vida, con su incalculable entrelazado de matices. Pongo el foco en algún chispazo de la memoria y lo amplío, lo adecuo a lo que estoy narrando y veo en el lugar en que debe ir. En este paso al lenguaje, lo vivido se transforma en ficción y a la ficción la rigen otras leyes que a la vida real. Al intentar que la trama sea verosímil, que los personajes “existan”, al tratar que la trama se acerque a una fluidez de lectura, lo estrictamente autobiográfico se transforma en una narración ficticia. La novela comienza con una escena autobiográfica: en una clase que estaba dando en el Malba, me encontré con una antigua compañera de pensionado de aquella época, lo que nos puso muy felices a las dos. Más adelante entendí que ése era el comienzo de lo que tenía escrito.
Hay otro nivel de lo autobiográfico en los breves capítulos donde se cuentan las idas y vueltas de la escritura de la novela que el lector está leyendo. Uso un tono humorístico para contar algo de la vida cotidiana de una pareja de escritores.
-T.: ¿Cuáles son los contrastes entre los pueblos y las grandes ciudades en la experiencia de vida?
-S.I.: Ahora casi no hay diferencias o son muy pocas pero en la época que narro en la novela, fines de los sesenta, los contrastes eran enormes. Hoy parece imposible pero sin internet ni teléfonos celulares y apenas televisores, en las ciudades chicas se vivía de un modo completamente distinto. Más aislado y vuelto hacia adentro. Las noticias internacionales se comentaban poco. Como siempre, pasaba de todo, pero todo era más doméstico, endogámico y vigilado, se respetaban más las formas sociales de convivencia, etcétera. Hablo de la clase media. La vida social se centraba en lo local y sus dimes y diretes. Esto está tan bien visto por Gombrowicz en “Diario argentino”, cuando cuenta que llega a Tandil y los notables del pueblo lo invitan a dar una charla en la Biblioteca local, pero muy pronto dejan de prestarle atención inmersos en un murmullo creciente que nada tiene que ver con él: por qué no habrá venido la mujer del farmacéutico, casi nadie pagó la cuota de la institución, etcétera. Es más apasionante el tema local que cualquier conferenciante.
Aunque es mucho después, la situación es parecida. Otra cosa es la ruptura que experimenta un o una adolescente cuando corta ese cordón y pasa a vivir solo, mirando y evaluando por sí mismo, en una gran ciudad. Es un aprendizaje completo, a veces doloroso, muchas veces humorístico. La mayor experiencia que recuerdo de cuando vive a vivir a Buenos Aires es la de la libertad: andar a mi antojo por la calle, ir al cine de las dos de la tarde sola, salir con mi novio a caminar sin que nadie nos conozca. La experiencia común de miles de chicas o chicos cuando se vienen a estudiar.
-T.: ¿Esta novela, de alguna forma, intenta dar una imagen distinta de las pensiones de monjas?
-S. I.: No. Esta novela trata de ser fiel en el retrato o representación de estas monjas en particular, las monjas de la congregación Hermanas del Calvario, y de este pensionado en particular. No sé cómo serían las monjas de otras congregaciones. Aunque, por supuesto, inventé y retoqué, los interrogatorios de Ma mère, la superiora, sobre los libros que leía fueron reales. Y la que llamo Hermana Tina era así como la recuerdo y reconstruyo. Traté de serles lo más fiel posible. Desde ya que puedo equivocarme, pero lo importante para mí es que “vivan” en la ficción, que tengan carnadura, que existan.
-T: ¿Cómo se desarrolla esa trama del diálogo de seis horas entre Lucía y Clara, por un lado y las entradas de la narradora y la escritura de la novela, por el otro?
-S. I.: Son dos tiempos narrativos y también dos historias: uno es la conversación de esa tarde entre las dos amigas, encuentro que dura casi seis horas y que va y viene en el tiempo según van recordando cosas, reconstruyendo su vida juntas en el pensionado. Lucía, la protagonista, y Clara, su amiga. Entre las dos es como si armaran el rompecabezas de la época en que compartieron un cuarto con otra amiga, Vicky. Este es el cuerpo de la novela.
El otro tiempo está en las breves entradas o “inserts” en los cuales se cuenta cómo se va armando la novela que el lector está leyendo. No se trata de ninguna reflexión sobre la escritura ni de absolutamente ninguna cosa “teórica ni intelectual “, lo subrayo. Lo que me importa contar en estas partes breves es la vida doméstica de una pareja de escritores mientras uno de ellos, ella, está tratando de darle forma a lo que escribe, aquello que destapó el encuentro con su amiga. Aparece el escritor, A. Y, como dije más arriba, acá se encuentra, si querés, lo autobiográfico en un nivel más cercano: conversaciones y reflexiones de la vida de todos los días. Por un lado, son fragmentos que hacen a la estructura novelística: la sostienen como ligeras columnas. Por otro, estas entradas pertenecen a mi historia personal con la escritura de la novela, y también, de manera puramente personal, quería que quedaran escritas.
-T.: ¿La reconstrucción de la memoria puede pensarse como la reflexión principal de la historia?
-S. I.: No la reconstrucción de la memoria, sino una reflexión de cómo opera la memoria autobiográfica o episódica, que es la que Lucía y Clara ponen sobre la mesa cuando dialogan. Están armando, según los recuerdos particulares y parciales de cada una, un pasado en común, reponiendo escenas en los huecos y aportando detalles según van recordando. Es como lo que sucede entre hermanos que reconstruyen un pasado en común, hecho de parcialidades, falsos recuerdos rectificados por el otro, huecos y olvidos, voluntarios e involuntarios.
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